lunes, 26 de enero de 2015

'Laidlaw', de William MacIlvanney: negra negrísima

   “Le parecía que su naturaleza renacía como una acumulación de paradojas. Era un hombre potencialmente violento que odiaba la violencia, un defensor de la fidelidad que era infiel, un hombre activo que anhelaba la comprensión. 

    Estuvo tentado de abrir el cajón donde guardaba los libros de Kierkegaard, Camus y Unamuno como si fuera una provisión encubierta de alcohol. En su lugar lanzó un suspiro y empezó a ordenar los papeles que tenía sobre el escritorio. No sabía hacer otra cosa que habitar en las paradojas”.

    'Laidlaw', de William MacIlvanney está en la línea negra negrísima de Jim Thompson. No en vano, es el precursor de John Rebus, criatura inmortal, inolvidable e inigualable del 'hijo' de MacIlvanney, el gran Ian Rankin. 

    "Hablabas de hombres duros. Yo te voy a enseñar lo que es duro. Cuando éste está de mal humor, tienes que llamar al Ejército".

    Sin embargo, a mí no me ha enganchado, pese a su indiscutible calidad, tal vez porque su estilo es el de finales de los 70: denso, trabajado, filosófico, sucio... que requiere de un sobresfuerzo para entender tan alambicada trama, diálogos y personajes. 

    "¿Qué te parece esto como contragolpe? Hijo, llevas las de perder de dos maneras. Si no dejas de jugar a Jack el Destripador, te quitaré ese abridor de cartas y te lo meteré por el recto. Después te llevaré preso en una ambulancia. Dile que salga de su madriguera".

    Aquí no interesa el enigma, desde el principio se sabe quién es el malo y lo que ha hecho. Aquí interesan los personajes, sus traumas, sus debilidades y la rabia que subyace en todos sus actos.

    El inspector Jack Laidlaw es como Rebus, un verso suelto en el panorama de la Policía de Glasgow de finales de los 70: una persona complicada, soñadora, dura y sencilla, dócil e intrincada, que debe capear constantemente un entorno típico de la época, en la que la mayor crisis británica cayó sobre sus grises ciudadanos.

    "¡Eh! -exclamó Laidlaw con la mano en alto y se paró el tráfico. Se inclinó sobre el escritorio-: Soy un policía, señor Lawson, no una saca de correos. Usted pone su filosofía de la vida en una postal y la envía donde quiera. Pero no me la dé a mí".

    Los bajos fondos de la capital de Escocia añaden una suciedad en blanco y negro a una historia llena de aristas y de frases y diálogos inigualables. Como si un escritor de enorme calidad se hubiera rebajado a crear novela policiaca con los mimbres del 'Ulises' de Joyce.

    "Mira -dijo-, lo que quiero decir es que la monstruosidad está hecha de falsa finura, No tienes una sin la otra. No hay hadas ni monstruos. Solo personas. ¿Sabes qué es el horror de este tipo de crímenes? Es el impuesto que pagamos por la irrealidad en que elegimos vivir. Es miedo a nosotros mismos".

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